Los cuadernos de Vogli

«Pertenezco a esa parte de la humanidad —una minoría a escala planetaria pero creo que una mayoría entre mi público— que pasa gran parte de sus horas de vigilia en un mundo especial, un mundo hecho de líneas horizontales en el que las palabras van una detrás de otra y en el que cada frase y cada punto y aparte ocupan su lugar debido: un mundo que puede ser muy rico, quizá incluso más rico que el no escrito, pero que, en cualquier caso, requiere cierto trato especial para situarse dentro de él».

Italo Calvino

 Andrew Wyeth, Soaring. 1950.

«Más allá de las llanuras de franela y de las gráficas de asfalto y de los horizontes inclinados de óxido, y más allá del río de color marrón tabaco resguardado por los árboles llorones y salpicado por las monedas de luz de sol que traspasan sus copas para alcanzar la corriente, hasta el lugar que hay detrás del cortavientos, donde los campos sin cultivar bullen ruidosamente a fuego lento bajo el calor matinal: sorgo, quelite cenizo, lambedora, zarzaparrilla, juncia real, higuera del infierno, menta silvestre, diente de león, zacate, muscadinia, repollo espinoso, solidago, hiedra terrestre, abutilón, hierba mora, ambrosía, avena silvestre, algarroba, rusco, habichuelas asilvestradas y remetidas en sus vainas, todas como cabezas meciéndose suavemente bajo una brisa matinal que es como la suave mano de una madre en tu mejilla. Una flecha de estorninos disparada desde el techado del cortavientos. El centelleo de un rocío que jamás se mueve y que se pasa el día soltando vapor. Un girasol, cuatro más, uno de ellos encorvado, y una serie de caballos a lo lejos que están igual de rígidos y quietos que si fueran de juguete. Todos meciendo la cabeza. Los ruidos eléctricos de los insectos atareados. La luz del sol del color de la cerveza y un cielo pálido y volutas de cirros tan altos que no proyectan sombra. Insectos atareados todo el tiempo. Cuarzo y pedernal y esquisto y costras de contrita ferrosa en el granito. Una tierra muy antigua. Mira a tu alrededor. El horizonte tiembla, sin forma. Somos todos hermanos».


David Foster Wallace, El rey pálido.
Traducido Javier Calvo Perales